Sand Traps and Water Hazards
Retos iniciales y constantes
Los campos de golf están llenos de trampas de agua y de arena a lo largo de cada fairway. Están ahí para mostrarnos cuántos desafíos, cuánto peligro podremos encontrar en un hoyo, o en todo el campo. Esas trampas nos mantienen enfocados en nuestro juego porque no queremos caer en ellas; no queremos que nos penalicen con puntos adicionales y no queremos que la frustración de caer en ellas nos desaliente o nos desanime a dar lo mejor de nosotros en cada momento. Son
retos que nos hacen fijarnos en lo importante, en la meta, en la bandera al final del hoyo. No obstante, si caemos en alguna trampa, sabemos que ciertamente habrá una penalidad, pero siempre seguiremos jugando.
Tal parece que los niños especiales llegan al mundo con una agenda secreta dirigida a transformar las vidas de todos los que les rodean. Parece que vienen a hacernos caer en trampas que nos van a obligar a prestar más atención a los tiros que hacemos. ¡Es algo insólito y maravilloso al mismo tiempo!
No hay duda que todo tiene su propósito, y por eso tenemos que estar listos para aprender las lecciones de la vida, aprender a salir de las trampas de arena y seguir adelante. Así que, a todos esos padres y madres que están criando niños con necesidades especiales, los invito a llenarse de fe, a acercarse como nunca a su grupo de apoyo (los caddies, como les llamo yo en este libro) que siempre ayudan en situaciones difíciles, a cultivar su relación con su ser interior, y a mantenerse conectados a diario con esa fuerza que le brinda energía positiva a toda su familia.
Como terapeuta acuática y coach de vida, les recomiendo este ejercicio. Escriban en un papel (o en su computadora o móvil) una experiencia que hayan tenido con su hijo o hija, y describan esa experiencia con lujo de detalle. Cuando terminen, lean lo que escribieron y encontrarán ahí una lección, o al menos un atisbo, de amor y fe. Este proceso los ayudará a auto-validarse y a auto-conectarse con las vibras positivas que todos necesitamos.
Volviendo a los retos que conlleva criar niños con necesidades especiales, de más está decir que mi bello José René llegó con varios bultos repletos de ellos.
La saga comenzó en la sala de parto. Mi esposo, que estudiaba medicina y me acompañó durante el nacimiento, había puesto música de Rubén Blades para que el niño naciera en un ambiente de fiesta. Estoy segura que eso fue lo que dio pie a la pasión de José René por la salsa gorda. ¡Ja, ja, ja!
Pero el parto no resultó ser tan de fiesta como se anticipaba. Mi recién nacido no lloró cuando llegó al mundo, ni siquiera emitió un gemido cuando salió de mi vientre. El silencio que se apoderó de esa sala era ensordecedor. Las enfermeras susurraban, no se escuchaban los instrumentos electrónicos y los médicos sólo se miraban tratando de no reaccionar. Totalmente desesperada por saber qué ocurría, grité con toda mi alma exigiendo una respuesta. ¿¿¡¡Por qué no está llorando!!?? Hasta mi esposo, siendo estudiante médico, quedó anonadado con mi reacción. Fue entonces cuando se oyó a José René emitir un leve sonido, breve y en un tono muy tenue. ¡Estaba vivo!
Exhausta por todo el proceso, caí rendida en la cama y dormí hasta las 5:00 a.m. del día siguiente. Yo pensé que sólo había tomado una corta siesta, y cuando desperté, pedí ver a mi hijo para comenzar a amamantarlo. No estaba en la habitación. Mi esposo, que también se había quedado dormido, salió corriendo por todo el hospital a preguntarles a las enfermeras dónde estaba. Nadie parecía saber nada del bebé Collazo Torrellas. Finalmente, su padre lo encontró en la Unidad de Cuidado Intensivo Neonatal (UCIN).
¿Qué hacía mi bebé en la UCIN? ¿Por qué lo trasladaron ahí? Una de las explicaciones era que el niño había aspirado líquido amniótico y desarrolló una infección por meconio. Sospechamos de ese razonamiento de los médicos porque esas infecciones sólo ocurren en un 5 % a 10 % de los nacimientos. (Fuente: www.johnhopkinsmedicine.org) Más tarde, nos enteramos que cuando lo estaban alimentando esa noche –sin nuestro consentimiento– tragó agua y por poco se ahoga. A todo esto, se añade la preocupación de los médicos por el aspecto físico del recién nacido y los comentarios que hacían, algunos muy peyorativos, por la deformación de su cabeza y otras de sus características.
Aquí hago una pausa para confesar que, en parte, tenían razón. Cualquiera que hubiese visto a José René entonces se hubiese alarmado. ¡La verdad es que parecía un personaje de la película Aliens! Era tan extraño, que comencé a compararlo con sus abuelos de parte de padre; de parte de mi familia, ¡jamás! ¡Ja, ja, ja! Todos hemos sido culpables de esto en algún momento. ¡A veces hay que echarles la culpa a los genes para justificar la realidad!
Pero fuera de bromas, la verdad es que los comentarios de los médicos me molestaron mucho y se quedaron grabados en mi mente. En esa época, muchos especialistas, pediatras, y neonatólogos, cuando no encontraban una etiqueta para identificar un síndrome, siempre sospechaban de alguna “condición extraña” que padecía el paciente. A mí no me importaban las etiquetas. Yo estaba exhausta, desgastada y sólo quería llevar a mi hijo a casa para empezar a amarlo tal y como era, tal y como se merecía.
No fue así. Se tuvo que quedar una semana en la UCIN, donde lo bombardearon con antibióticos que, a fin de cuentas, resultaron innecesarios. Tener que dejar a su recién nacido en el hospital es una de las experiencias más horrendas que una nueva madre pueda vivir. La preocupación, la incertidumbre, las dudas se apoderan de uno. Esas cortas visitas a la UCIN no fueron nada divertidas y, después de lidiar con la insensibilidad y negligencia del lugar, se activó en mí ese radar interno que me ha permitido detectar al instante lo que en realidad beneficia o no a José René.
Finalmente, el niño llegó a casa. Y aunque los doctores no sabían lo que padecía –que si era ciego, que si no respondía, que si era raro–, yo veía un bebé alegre, calmado, adorable, lleno de energía inmensurable, que emanaba un no sé qué de grandeza. Era único. Más adelante, tras múltiples citas con especialistas, sub-especialistas pediátricos, neurólogos y otros, se diagnosticó a JR con craneosinostosis, una deformación del cráneo que requeriría cirugía antes de los tres meses de edad para evitar daños cerebrales.
Estuvimos esos tres meses planificando la cirugía de José René, buscando el mejor hospital y los mejores médicos que pudieran atenderlo. Durante este proceso, a veces sentía que estaba por dar a luz de nuevo, como si se tratara del segundo nacimiento del niño. Era casi imposible desprenderse de la ansiedad, de esperar lo mejor, de pensar que algo pudiera salir mal, de vivir esa ilusión de que mi hijo tendría una segunda oportunidad.
Tuvimos la gran fortuna de encontrar al Dr. Luis Schut en el Children’s Hospital de Filadelfia. El Dr. Schut (q.e.p.d.) fue pionero en el tratamiento de condiciones congénitas anómalas del sistema nervioso, además de ser experto en el manejo de traumas craneales pediátricos, en el tratamiento de hidrocefalia y en operaciones de tumores del cerebro. Fue como si un ángel se cruzara en nuestro camino. Era el médico ideal para José René. Un ser humano excepcional, cómico y sínico al mismo tiempo, nos habló con mucha claridad y una certeza que nos hizo sentir que la operación sería tan fácil como sacar un diente de leche, pese a lo traumática y complicada que era en realidad.
Cuando el bebé salió de su cirugía, su cabeza era del tamaño de un impresionante globo multicolor de 17 pulgadas de diámetro, y su cuerpecito parecía la cuerda atada al globo. Daba la sensación que su cabeza estaba a punto de explotar.